Por si en este momento no te apetece leer…
“Déjame que te cuente, que hubo una vez…”
Un joven que tenía muy mal carácter. Cada vez que alguien le decía algo, él contestaba de forma malhumorada. Le hablaba mal a sus padres, hermanos, a todas las personas que se cruzaban en su camino.
Un día sus padres, ya cansados de su comportamiento, decidieron hacer algo para ponerle fin al problema. Se les ocurrió darle una bolsa de clavos y proponerle, que cada vez que sintiera que su paciencia llegaba a su fin, clavara un clavo detrás de la puerta de su dormitorio.
El joven extrañado les miró con estupor y dijo ¿qué tontería es esa? Pero ante la insistencia de sus padres, a regañadientes, aceptó el desafío
El primer día clavo más de 30 clavos. Las semanas fueron pasando y el fue clavando clavo tras clavo, hasta que no podía poner uno más en la puerta.
Cuando ya apenas le quedaban clavos, el joven observó la bolsa casi vacía y pensó que le estaba resultaba más fácil controlar sus emociones que encontrar un hueco donde clavar un nuevo clavo.
Un día, al caer la tarde, se dio cuenta que no había utilizado ni un solo clavo, había sido capaz de controlar su carácter durante todo el día. Orgulloso de su hazaña corrió a informar a sus padres.
Los padres con una sonrisa, mezcla de orgullo y felicidad, le animaron a retirar un clavo por cada día que lograra controlar de nuevo su carácter.
Pasaron varios meses y por fin un día, la puerta quedó libre de clavos.
Los padres del joven le volvieron a felicitar y acompañándole al dormitorio, observaron la puerta.
– Has hecho un buen trabajo –dijo su padre. Sabemos que te ha costado, pero has logrado controlar tu carácter. Ahora observa todos esos hoyos que hay en la puerta.
El joven miro la puerta y se dio cuenta que nunca más volvería a ser la misma. Miles de agujeros eran mudos testigos de la agresión cometida.
Cada vez que tú pierdes la paciencia –dijo en esta ocasión su madre- dejas cicatrices en las personas, exactamente como las marcas que ves en esa puerta.
Puedes pedir disculpas e intentar olvidar lo sucedido, no importa el modo en que lo digas, ni cuantas veces lo hagas, tus palabras dejarán su marca, la cicatriz perdurará por siempre.
El joven con lágrimas en los ojos, dándose cuenta de la valiosa lección recibida, se abrazó a sus padres, y entre susurros se escuchó decir: gracias.
“Y colorín, colorado… los cuentos, nunca son terminados…”
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