Por si en este momento no te apetece leer…
“Déjame que te cuente, que hubo una vez…”
Un hombre muy rico que tenía especial devoción por la belleza. Su casa era muy hermosa, llena de objetos de valor. A pesar de que todo se había construido según sus indicaciones, sentía un vacío en su interior que no era capaz de llenar.
Todas las mañanas, al levantarse, miraba por su ventana y disfrutaba durante unos instantes de la belleza del amanecer. No sabía por qué pero enseguida se aburría de las vistas. Hasta que un día reparó en que sus tierras no tenían color.
Necesitaba un jardín -se dijo. Las flores llenarán de color el paisaje y de rico aroma todo el campo.
-Sí, sí -se dijo de nuevo. No repararé en gastos, buscaré al mejor jardinero.
Fueron muchos los que pasaron por allí con ánimo de ayudarle. Montones de sugerencias e ideas surgían al contemplar el lugar donde vivía, pero ninguna de ellas le convencía.
Su enfado aumentaba día a día y con él, el vacío que sentía se hacía más y más grande. Hasta que un día, paseando por el bosque, escuchó a un hombre cantar. Atraído por la tonalidad de su voz, se acercó. Entonces vio el jardín más bonito que había visto en su vida. Flores de colores rodeaban al hombre que, con devoción, plantaba en la tierra las raíces de una planta.
Enseguida quiso contratarle como jardinero. No le importó que no fuera un jardinero de prestigio, la maestría con la que cuidaba su tierra mostraba su humildad y su sabiduría. No obstante, le costó convencerle para que le construyera su jardín.
El jardinero empezó a trabajar en el hermoso jardín soñado. Después de varios meses de trabajo, los extensos campos se llenaron de bonitas plantas y preciosas flores de colores. Plantó rosas, crisantemos, claveles, tulipanes, cerezos: todo ello en su conjunto, conformaba una atmósfera espectacular. El hombre rico se sentía muy contento. Aunque no le duró mucho. Al poco tiempo, empezó a suceder un fenómeno algo extraño. Algunas zonas del jardín amanecían maltratadas, como si algo o alguien hubiese caminado sobre ellas. Las flores y algunos frutos del cerezo, también aparecían mordisqueadas.
El dueño del jardín se alarmó. No podía ser que después de tanto esfuerzo alguien lo arruinara. Así que llamó al jardinero y le encomendó la tarea de descubrir qué estaba pasando.
El jardinero observó con cuidado las plantas que estaban estropeadas. Lo que estuviera pasando, sucedía por la noche. Así que decidió esconderse en un rincón y observar. Esperó un buen rato, pero nada ocurrió. Por fin, pasada la media noche, vio a un ciervo que se acercaba sigilosamente al cerezo. A su paso aplastaba las flores y mordisqueaba las plantas.
Al ver esto, el jardinero saltó con la intención de atrapar al ciervo. Pero el animal, que era muy ágil, en un par de segundos ya estaba lejos de su alcance. El jardinero pensó que sería muy difícil atrapar al ciervo. Era precavido, tímido y demasiado ágil. La única manera de vencerlo sería logrando que traicionara su naturaleza. Para ello tendría que desatar su deseo y su codicia.
Así que el jardinero comenzó a dejar pequeñas delicias para que el ciervo se alimentara. Como si fuera algo casual, dejaba pequeñas golosinas escondidas entre la hierba de manera que el ciervo se paraba a degustar esos manjares. Al día siguiente, el jardinero dejaba aún más tentaciones para el ciervo. Sin embargo, lo que definitivamente marcó la diferencia, fue la miel.
El ciervo adoraba la miel. El jardinero lo notó y comenzó a dejarle pequeños trozos de galletas con miel en un lado y en el otro. El ciervo poco a poco comenzó a ponerse ansioso. Ya se le veía entrar al jardín tan pronto se ocultaba el sol. No podía esperar a comerse todos los suculentos manjares que encontraba allí. Llegó a un punto en el que incluso empezó a ir a plena luz del día. ¡No podía contenerse!
Llegados a este punto, el jardinero supo que ya lo había vencido. Por eso, una mañana, dejó una gran cantidad de galletitas de miel organizadas como si formaran un camino. El ciervo llegó y comenzó a comerlas. Cuando llegó al final, una puerta se cerró. Había entrado en una jaula sin darse cuenta, quedando sin libertad.
Cuenta la fábula, que fue entonces, que el hombre rico sintió como el vacío que habitaba su interior se llenó, pues en ese momento se dio cuenta, que hasta la naturaleza más reservada se transforma cuando el deseo pasa a dirigirla, especialmente si se alimenta…
“Y colorín, colorado… los cuentos, nunca son terminados”
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